En respuesta a una pregunta sobre si añoraba la Europa prehitleriana, y si acaso, qué le quedaba de ella, la exiliada Hannah Arendt le dijo a un periodista en 1964: «queda la lengua».
La materna, esto es.
Al dar comienzo a este pequeño proyecto personal, esta maravillosa respuesta ―de la que quizá tenga ocasión de decir algo más en otro momento― me ha venido más de una vez a la mente. Quizá una de las primeras lecturas que removió con fuerza las ascuas de mi espíritu fue, precisamente, alguna obra de Arendt. Le tengo, en consecuencia, un especial cariño, aun si hoy su venero se me antoja un tanto seco comparado con los manantiales en que ahora abrevo.
¿Y qué de la lengua materna? Lo más probable es que una buena parte de lo que aquí publique esté escrito en inglés, esa barbara lingua. Como le sucedió a Hannah Arendt, para poder hacerse oír y entender es preciso hablar en la lengua del pseudo-Imperio. Esto es inevitable. Pero que ello no sea ocasión de escándalo, porque en efecto uno no habla más que con la propia voz, y la mía habla siempre en español.
Los clichés ―esas muletas en que todo hombre normal se apoya cuando habla en un segundo idioma― serán, pues, quizá inevitables, y ruego desde ya clemencia por ello. Como apunta Arendt en esa misma entrevista, uno nunca tiene la misma frescura y precisión («productividad», le llama ella) cuando habla en otro idioma.
Sea. Así pues, manteniendo siempre la distancia respecto de este Fremdsprache, espero que algo de lo que aquí se diga pueda ser de interés, deleite o ilustración para quien viniere. ¿De qué hablaré? Quién sabe. Por ahora, puedo decir que seguramente se tratará de reflexiones un tanto desarticuladas sobre lo que estoy leyendo en cada momento, sobre derecho y política, sobre lo que sucede en el mundo o en la Iglesia o sobre lo que converso con mis amigos de allende y aquende. Al agua, pues.